Hola, soy Maria Legarda y
desde muy pequeña el flamenco despertó en mí una emoción difícil de explicar, una fuerza interior que me hacía vibrar cada vez que lo veía. Con apenas cuatro años comencé mis primeras clases, bailando villanas, y en casa todos entendieron enseguida que lo mío iba en serio.
Con nueve años ingresé en el Conservatorio de Danza del Gobierno de Navarra, donde la danza se convirtió en mi gran objetivo y mi única pasión. Durante toda mi infancia y adolescencia mis tardes estaban dedicadas al conservatorio: de lunes a viernes, después del colegio, siempre bailando. Aquello significaba renunciar a muchos cumpleaños, planes y juegos… pero yo lo tenía claro: quería convertir mi pasión en mi profesión.
Al terminar la ESO me presenté a las pruebas para el Conservatorio Profesional de Danza de Cataluña, en el prestigioso Institut del Teatre de Barcelona. Con 17 años me trasladé sola a la ciudad, decidida a vivir para y por el baile. Ingresé directamente en tercer curso y allí finalicé mi carrera en un centro de alto rendimiento, donde cada día era entrega absoluta, disciplina y aprendizaje.
Durante esos años de formación ya empecé a trabajar en teatros y compañías de Barcelona, compaginando estudios con actuaciones. Así, al concluir el conservatorio, ya estaba plenamente incorporada al mundo laboral y profesional del baile, cumpliendo el sueño que me había acompañado desde la infancia: hacer del flamenco mi vida.
Con 21 años termino mi carrera en el Institut del Teatre de Barcelona. En ese momento me encontraba en mi mejor estado físico: después de seis a ocho horas diarias de clases, ensayos y actuaciones, y de un intenso trabajo corporal complementado con pilates de máquinas, salí del conservatorio con un nivel técnico, artístico y físico al máximo rendimiento.
Pero sentía que mi camino debía seguir profundizando en lo que desde niña había sido mi verdadera llamada: el flamenco. Por eso decidí trasladarme a Sevilla, cuna y corazón de este arte. Allí me formé con los grandes maestros y bailaores del momento, aquellos que habían marcado la historia del flamenco y que seguían transmitiendo su esencia a las nuevas generaciones. Fueron años de aprendizaje intenso, de tablaos, de compañías y de giras por Europa, en los que cada día sumaba experiencias y escenarios a mi carrera.
Con 23 años me trasladé a Almería, donde trabajé en un reconocido tablao flamenco durante dos años más, afianzando mi experiencia como bailaora profesional y compartiendo escenario con artistas de primer nivel.
A los 25 años mi camino me llevó de nuevo a Navarra, esta vez como docente: entré como profesora en el Conservatorio Profesional de Danza de Navarra, donde permanecí durante 11 años. Allí tuve la oportunidad de transmitir a nuevas generaciones no solo la técnica, sino también la pasión, el esfuerzo y el amor por la danza que siempre habían guiado mi vida.
Tras once años en el Conservatorio Profesional de Danza de Navarra, sentí de nuevo la llamada del sur y me trasladé a Jerez de la Frontera. El flamenco es un arte vivo, en constante evolución, y yo necesitaba seguir reciclándome y creciendo. Durante ese tiempo intensifiqué también mis viajes a Madrid, donde siempre buscaba nuevas formaciones, actualizaciones y contacto con las tendencias y maestros del momento. El aprendizaje nunca se detiene.
Después de un año en Jerez, el destino me trajo a La Gomera, donde abrí un nuevo capítulo en mi vida. Aquí comencé dando clases y bailando en un piano bar con actuaciones en directo, y muy pronto nació mi propia escuela de danza, un espacio donde enseño flamenco, ballet, danza española, castañuelas y también Fitgypsy Dance, una disciplina de flamenco terapéutico de la que soy monitora.
Desde entonces mi camino sigue en movimiento constante: entre clases, coreografías, espectáculos y formación continua, vivo con la misma pasión y entrega con la que todo comenzó cuando tenía apenas cuatro años. El flamenco me acompaña siempre, como una forma de vida, un arte que me ha permitido crecer, reinventarme y compartir con otros la fuerza transformadora de la danza.
Hoy, además de bailaora, coreógrafa y docente, soy también madre de dos niños maravillosos que crecen rodeados de música, danza y arte. En casa siempre hay compás, siempre hay movimiento, siempre hay creatividad.
Mi hija baila con pasión: ha probado flamenco, ballet, danza moderna, hip-hop… y también canta, toca el piano, la flauta travesera y se siente atraída por el teatro y la interpretación. El arte es para ella un universo natural en el que se siente libre.
Mi hijo, lleno de energía y ritmo, vive la música y la danza de manera espontánea. Le fascina el movimiento, el deporte y todo lo que implique expresar su vitalidad. Ambos, a su manera, están creciendo en contacto con el arte en todas sus formas: la música, la danza, el dibujo, la pintura, la lectura, la escritura…
En mi casa el arte no es solo una profesión, es un estilo de vida. Es lo que yo respiro, lo que transmito y lo que ellos están mamando día a día. Sé que cuando crezcan querrán profundizar aún más en su formación artística, y yo estaré ahí para acompañarles, como madre y como artista, en el camino que elijan.
Desde muy pequeña el flamenco despertó en mí una emoción difícil de explicar, una fuerza interior que me hacía vibrar cada vez que lo veía. Con apenas cuatro años comencé mis primeras clases, bailando villanas, y en casa todos entendieron enseguida que lo mío iba en serio.
Con nueve años ingresé en el Conservatorio de Danza del Gobierno de Navarra, donde la danza se convirtió en mi gran objetivo y mi única pasión. Durante toda mi infancia y adolescencia mis tardes estaban dedicadas al conservatorio: de lunes a viernes, después del colegio, siempre bailando. Aquello significaba renunciar a muchos cumpleaños, planes y juegos… pero yo lo tenía claro: quería convertir mi pasión en mi profesión.
Al terminar la ESO me presenté a las pruebas para el Conservatorio Profesional de Danza de Cataluña, en el prestigioso Institut del Teatre de Barcelona. Con 17 años me trasladé sola a la ciudad, decidida a vivir para y por el baile. Ingresé directamente en tercer curso y allí finalicé mi carrera en un centro de alto rendimiento, donde cada día era entrega absoluta, disciplina y aprendizaje.
Con 21 años terminé mi carrera y me encontraba en mi mejor estado físico y artístico: después de seis a ocho horas diarias de clases, ensayos y actuaciones, salí del conservatorio con un nivel técnico y expresivo al máximo. Pero sentía que mi camino debía seguir profundizando en el flamenco, así que me trasladé a Sevilla, donde me formé con los grandes maestros y bailaores del momento. Fueron años de aprendizaje intenso, de tablaos, de compañías y de giras por Europa.
Con 23 años me instalé en Almería, donde trabajé en un reconocido tablao flamenco durante dos años más. A los 25 años regresé a Navarra como profesora en el Conservatorio Profesional de Danza de Navarra, donde permanecí durante once años, transmitiendo a nuevas generaciones la técnica, la disciplina y, sobre todo, la pasión que había marcado mi vida.
Tras esa etapa volví a Andalucía, instalándome en Jerez de la Frontera para seguir reciclándome, porque el flamenco es un arte vivo que exige estar en constante evolución. Paralelamente intensifiqué mis viajes a Madrid, donde continué formándome y actualizándome con maestros y tendencias.
Más tarde, el destino me llevó a La Gomera, donde abrí un nuevo capítulo: clases, actuaciones en directo y, finalmente, la creación de mi propia escuela de danza, un espacio donde enseño flamenco, ballet, danza española, castañuelas y también Fitgypsy Dance, disciplina de flamenco terapéutico de la que soy monitora. Siempre en movimiento, entre coreografías, espectáculos y formaciones, vivo con la misma pasión con la que todo comenzó cuando tenía cuatro años.
Hoy, además de bailaora, coreógrafa y docente, soy también madre de dos niños maravillosos que crecen rodeados de música, danza y arte. En casa siempre hay compás, siempre hay movimiento, siempre hay creatividad. Mi hija baila, canta, toca instrumentos y se adentra en el teatro; mi hijo, lleno de energía y ritmo, vive la música y la danza de manera espontánea. Ambos se expresan a través del arte en todas sus formas, y yo sé que cuando crezcan aún más, profundizarán en su formación artística.
En mi vida, el arte no es solo una profesión: es un camino de aprendizaje constante, una manera de vivir y sentir, y el legado que transmito a mis alumnos, a mis hijos y a todas las personas que se cruzan con mi danza.